El
lenguaje taurino clásico usaba
sinónimos pintorescos, distintos entre lo que demanda torero y aficionado. Por ejemplo, para la presentación del toro. Si es pequeño, le llamaba «escurrido, abecerrado, terciado, sacudido». Si es grande, «una catedral,
un buen mozo, un tío con toda la barba, un gayumbo, un galafate, un zamacuco, un zambombo».
El aficionado quiere un animal «en tipo, bien presentado, serio,
hondo, rematado, hecho, cuajado, con hechuras, con yerbas, con trapío, con respeto».
El diestro prefiere el que es «bajo, armónico, recogido, cómodo, poco levantado, un zapato, un dije».
Comportamiento
Lo mismo sucede en cuando al comportamiento. Desea
el matador un toro «colaborador, potable, obediente,
franco, claro, dócil, manejable, pastueño, con son, con fijeza, de bandera, de escándalo, de carril»; incluso, «una monja de la caridad, un santo, una muñeca chochona».
El aficionado, en cambio,
añora un toro«boyante, nervioso,
con nervio, pegajoso, pujante, con picante». El riesgo está en que salga uno «incierto, con sentido, con guasa, topón, descompuesto, tobillero, avisado, maleado, picardeado»; avanzando a peor, «
un barrabás, un aborto del infierno, un ladrón, un pregonao, un asesino, un terrorista».
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