domingo, 23 de septiembre de 2012


La lidia de los mansos

Los toros de Alcurrucén, serios, bien presentados, salieron todos mansos

Día 22/09/2012 - 22.05h
Una hora antes del comienzo de la corrida, llega oficialmente el otoño, aunque, en Sevilla, seguimos disfrutando del veranillo de San Miguel. Para estos tres diestros, esta tarde supone un compromiso pero también una oportunidad. Un triunfo en Sevilla, ahora, sería el broche de oro para la temporada . Triunfar aquí supone quedar bien colocado, de cara a la temporada próxima, y, sobre todo, una enorme satisfacción personal, la justificación de muchas tardes.
Después del paseíllo, se guarda un minuto de silencio por Pirri, de ilustre familia taurina. procedente del matadero madrileño (como los Vázquez, del sevillano).
Por desgracia, los toros de Alcurrucén, serios, bien presentados, salen todos mansos: no se dejan torear con el capote, huyen, embisten distraídos, sin fijeza. Como son encastados, la primera parte del festejo mantiene su interés; la segunda se despeña ya en el abismo del aburrimiento.
En el haber de los diestros está su voluntad de triunfo; en el debe, el exceso de capotazos y querer aplicar a los toros una faena preconcebida. El público –incluso el de esta Plaza, tan entendido– no debe protestar a un toro sólo porque sea manso. La tauromaquia clásica lo afirmaba rotundamente: los mansos también tienen su lidia. Hay que saber dársela, eso sí, y saber apreciarla.
El Cid lleva tiempo luchando para recuperar el puesto de privilegio que antes tenía. No es tarea fácil. Conserva la clase, el buen concepto (eso, no se pierde). Le falta, a veces, la seguridad. No regatea decisión y ganas, esta tarde. El primer toro es un manso encastado que huye pero humilla. Lo sujeta bien por bajo, le saca una serie estimable de derechazos, con la mano baja; traga mucho, acaba sufriendo una fuerte voltereta. Ha hecho un notable esfuerzo.
El cuarto es incierto, deslucido, pega arreones, pone en dificultades a los banderilleros (se luce el Boni, quebrándolo a cuerpo limpio). Brinda al público, lo llama de lejos, luce buen estilo y decisión pero el toro se raja, saca peligro. (En ese momento, pienso, Domingo Ortega lo hubiera doblado con dos trallazos y le hubiera cogido el pitón). Todavía consigue buenos naturales. Al entrar a matar, el toro le pone los pitones en el pecho.
Sigue basando Castella su toreo en el valor sereno, impávido. El segundo toro es un manso suelto, distraído, que se duerme en la muleta. Recibirlo con estatuarios no muy parece adecuado para sujetarlo. Luego, le saca buenos derechazos, aprovechando las lentas embestidas. Se muestra seguro y valiente, sin aspavientos, pero el toro tarda en igualar.
El quinto, justo de fuerzas, manejable, recibe demasiados capotazos. Castella comienza con el pase cambiado (que tampoco sirve para sujetarlo). Le da distancia, aguanta parones, pero el toro apenas transmite. El diestro alarga la faena, como suele hacer. (En los dos toros ha recibido un aviso).
Daniel Luque sigue sin dar el paso, tantas veces pronosticado, para convertirse en una primera figura. Tiene cualidades para ello, sin duda. ¿Qué le falta: regularidad, motivación, serenar sus nervios? Alguna vez me ha hecho recordar la sonata «Appasionata», de Beethoven, tal era su arrebato... El tercer toro es otro manso que se frena en los capotes, huye, pero llega manejable a la muleta. Luque lo sujeta muy bien por bajo, consigue series de derechazos ligados, dejando la muleta en la cara. Es el momento más brillante del festejo pero el toro no da más de sí. Quizá Daniel le ha atacado demasiado. (Una anotación de Beethoven parece definir su estilo: «Atacca»). Quizá este toro hubiera servido más dándole distancia, atacándole menos. Entra a matar con decisión y el toro, encastado, se resiste a caer.
El último es un castaño huído al que también pegan demasiados capotazos. Cuando Luque se dobla con él, el toro alarga la gaita y flojea. Le saca algunos naturales, se justifica, pero la res ni repite ni transmite. Así, fríamente, con decepción, concluye la calurosa tarde. Los toros han sido mansos, sí, pero tenían su lidia. Como todos.
El sol del otoño ha dorado el albero. Los frutos ya están maduros. No hemos sentido la belleza de «los largos sollozos de los violines del otoño», que cantó Paul Verlaine. Pero sí el verso siguiente: «Suena la hora, me acuerdo de los días de antaño». Y eso que el poeta francés no hablaba de la lidia de los mansos ni estaba, esta tarde, en la sevillana Plaza de los Toros.

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